Una de
las cosas curiosas de impartir un par de asignaturas diferentes en un mismo
semestre es que los materiales para ambas, generalmente inconexos, se mezclan
inevitablemente en la mente de la instructora. Si además, una es investigadora
–o meramente lectora—y necesita seguir añadiendo a la mezcla, el conjunto
aumenta y se transforma en una especie de batiburrillo inesperadamente
productivo e iluminador.
Con la
cantinela aquella de que cada elemento poético ilumina a sus circundantes
creando una lectura nueva del mismo y los otros, me encuentro hoy leyendo a
Bécquer y pensando en Agustín Fernández Mallo. Claro que, la verdad sea dicha,
yo pienso bastante en Fdez Mallo. Pero hoy es diferente porque recién me llegó
a casa Limbo, el martes pasado, y el
martes que viene en mi curso sobre España moderna leermos un par de leyendas.
(Mira que me gustan a mí las Leyendas. Es
un vicio raro y de esos poco sofisticados. Como la mayonesa. Que
desgraciadamente también me gusta. Pero no la casera, sino la de bote. Ybarra,
o Hellmanns, que en la costa oeste de los USA no se llama Hellmann’s sino Best
Foods. Qué cosas).
Les
explicaba a mis alumnos aquello de Sebold sobre la belleza del ideal perdido, y
la ansiedad de la búsqueda romántica de ésta (y entiéndase por belleza todo lo
demás a lo que ésta apela) y claro, ¿cómo no pensar en el Sonido del Fin de Limbo? ¿cómo resistirse a mirar ahora la
supuesta postpoesía del coruñés a través de la búsqueda de la originalidad
romántica con sus remakes y sus remixes de todo lo previo, lo divino, lo
pagano, algún fantasma, algún chascarrillo, verso culto, leyenda, siglo de oro,
todo ahí mezcladito y refundido? Qué difícil la tentación ahora de justificar
la preponderancia del individuo y su inconformidad con la sociedad que lo rodea
como algo que resuena a través de los siglos. Ay, mi Gustavo Adolfo, qué genio,
qué genio.
Y yo,
que siempre había visto a Fernández Mallo como un místico actualizado, resulta
que me había equivocado, y que lo que hace es reescribir las locuras de
Manrique desde, claro está, el pragmatismo de la sociedad desarrollada.