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Wednesday, August 27, 2014

Fall 2014

Today.  August still.
Class starts tomorrow.
End of summer. Fall
Begins.

And I am teaching two undergraduate courses on different, yet deeply interconnected topics.

And I feel fortunate because I get to experience the connection firsthand, make the connection happen.

At 9:30 am, UC Berkeley students and I will be exploring the broad cultural production of the Spanish transition to democracy after the death of dictator Francisco Franco in 1975. Apart from reading now canonized works like El cuarto de atrás by Carmen Martín Gaite, we will be watching Zulueta's Arrebato and reading Leopoldo María Panero's 1970-1985 poetry. We'll listen to Kaka de Luxe and we will compare Haro Ibar's poetry to García Montero's Diario cómplice, among many other texts, music, and films. I can't believe I actually get to listen to Glutamato Ye-Yé and call it work (which it is, and hard work, also).

In the afternoon, history advances. I am teaching a course on Spanish technoculture, focusing on the impact of the digital revolution in Spanish literature. This is an adaptation from a graduate seminar I taught last semester, where we read work done by Agustín Fernández Mallo, Jorge Carrión, Javier Fernández and Vicente Luis Mora. This undergraduate class, however, won't focus only on the so called Mutante writers, but moves beyond print to look at born-digital electronic literature. Since talking about Spain in the Web seems unnecessarily reductionist (if not virtually impossible, and pretty much unfruitful) we'll be looking at a range of pieces created by writers and artists from Argentina, Perú, Venezuela... and evidently Spain (because I am a Peninsularist after all).

Summer ends.
Y hay un hombre en mi nevera.
A


Wednesday, August 13, 2014

Dos libros más de un verano que ya casi no, pero todavía sí (Isabel Cadenas Cañón y Vicente Luis Mora)

El verano se termina y me siento atrapada en esa sombra de lo que ya no. E invoco, sin quererlo, más de esas lecturas fortuitas que de nuevo se me revelan como inesperadamente complementarias. Hoy, que está nublado, se suman ambas en la descripción de una ausencia que como ese verano—que ya casi no, en una escueta semana no, pero—todavía sí.

Hace al menos tres meses que leí También eso era el verano de Isabel Cadenas Cañón y he necesitado el calor de agosto y un viaje transatlántico para poder darme cuenta de que sí, de que eso, efectivamente, también era el verano. Y ahora más. La primera vez que leí el poemario de la joven poeta terminaba la primavera, claro. E Isabel me compartió el texto antes de que estuviera publicado, me lo mandó por email. Empecé a leer y de la vergüenza tuve que dejarlo. Ese entrar por lo digital a un texto que evidentemente necesitaba de ser libro me hizo sentir como una intrusa, medio hacker. Fuera. Un poemario de materialidad tan cuidada que al leerlo desde el email me hizo sentir inoportuna, medio sucia, medio voyeur. Volví a casa a imprimirlo y con más cuidado, lo leí como el libro que era, en papel. Así se lo dije e Isabel, y rauda y certera como es, me dijo: chacha, imprímelo como booklet, si no, no.

Lo hice, y mejor.

Pero todavía no.

¿Cómo leer un libro que es en realidad un álbum fotográfico si no así? ¿Cómo leer el poema ecfrásico de aquellas fotos de verano si no así? Como booklet, bueno, pero incluso no.

Meses después me llegó el libro final a casa, empaquetado. Un álbum impreso. Eso es. Así sí. Cada página era por fin el reverso de aquel álbum de infancia y de verano; cada página reproduce una página de vida que ahora funciona por inversión. No hay imágenes, sólo texto. Las fotografías reveladas como la ausencia que siempre son, como huecos en el texto que ahora las abraza y comenta: enmarcando aquello que para la autora fue y que en la escritura controla al tomar posesión del tiempo y orden de lectura, pero que ya no. Hojas de verano, de pasado, de amor hacia una madre que todavía sí pero ya no, y la descripción de ese mundo inabarcable que existía cuando las fotografías se revelaban movidas, o con un dedo ensombreciendo la esquina izquierda. Un libro sobre lo que ya no, casi como la misma existencia de esas fotos impresas y esos álbumes que teníamos todos los nacidos en los 80 donde la vida se contaba en 20 o 30 imágenes. Más no.  

Miro atrás y pienso en que yo también puedo contar mi infancia en dos álbumes de fotos, uno de tapas verdes, otro azul. Más no. Y como el texto de Cadenas, el pasado está fuera de encuadre, cada página encapsula ese momento que es irrepetible, que no puede editarse cambiando filtros ni encuadres, porque no es una imagen digital. “Hoy ya no hay sombras en las fotos,” reza el texto recordándonos la manipulación que existe hoy tras cada imagen digital—tras cada intento de controlar la memoria—y También eso era el verano es su recuerdo irrecuperable, ensombrecido, pero que ya no. La ausencia como motivo generador de lo que ya no.  

Me acordé de este libro hermoso de Isabel la semana pasada según leía otro de esos libros regalo de verano en un vagón de tren—yo soy muy de tren y sólo lo cojo en España, qué le vamos a hacer. Barato no es. Volvía de entrevistar a Javier Fernández y a Vicente Luis Mora, y Vicente, por fin, encontró uno de esos ¿a que éste no lo tienes? Y mira, pues no. Leí Autobiografía (novela de terror) de un tirón en la hora y tres cuartos que separan Madrid de Córdoba en Ave y nada más abrirlo pensé, pues sí, también esto es el verano, leer poemario ecfrásico así, leer álbum impreso, leerse a uno y contarse a los demás, así, en verano. Describir lo que ya no. Y en el caso de Autobiografía contarse como adolescente, hastiado y aburrido como solían ser los veranos. Ese libro viejo, obra temprana de Vicente huele, inevitablemente, a calor, a desidia y a mucha juventud. A la genuina pose del adolescente que enmarca la impostación de lo que debería haber sido, de lo que quería ser. Un texto cuyos poemas también describen fotografías de una vida que ya no. Un texto distinto a los que hoy firma el escritor, sin duda, pero que a mí me sigue pareciendo hermoso como muestra de lo que todavía sí, pero ya no. 


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Relación con los autores: a Isabel Cadenas la conozco y admiro, y hemos compartido buenísimos ratos; el trabajo de Vicente Mora lo llevo estudiando desde hace años y hemos coincido en distintos lugares del mundo

Friday, August 8, 2014

Tres libros de este verano y así (Cebrián, Bosch, y Carrión)

Yo no soy escritora
y así
a veces que veo que quiero escribir necesito leer algo que me permita entrar en esa habitación en la que leí una vez que vivían los escritores. Un empujón que me invite a entrar y hacer eso que leí una vez que Rivera Garza dijo que hacían los escritores que era crear una habitación. 

Y aunque no soy escritora, encuentromás y más, unas veces más que otrascosas que leo que inevitablemente me empujan hacia esa habitación en la que leí una vez que vivían los escritores.

Y este verano que ya casi se termina, pero aún no, he leído mucho.

Libros reservados para el calor ese de volver a Madrid y dormir sobre las sábanas sin tapar más que los pies con la ventana abierta al patio interior escuchando a los vecinos que son las dos y aun no duermen, y creo que les escucho hacer la cena, tan tarde, fríen algo porque chisporrotea el aceite; libros que leer sin necesidad de bolígrafo en mano (que, qué mentira, eso no ocurre jamás); o libros regalados (los mejores). Muchos libros y leerlos todos entre ratos, en los mismos ratos, sin orden, con prisa a veces, otras no.

La lectura simultánea de textos no planeados es algo maravilloso, una serendipity que se fuerza a veces, otras no, y hace que una teja—o por fin descubra—parte de esos lazos que inevitablemente unen todos los textos con las fibras de una misma. No se trata ya de entrar en la habitación, ni siquiera de crear cimientos; leer en verano, en trenes, en aviones, en camas de paso, en camas que antes fueron tuyas, con bebés en el regazo que tomas prestados para aliviar el peso a un amigo, con urgencia para devolverlo antes de que termine el viaje (el libro, no el bebé, que también), es sentarse al sol, en el medio de la sala, y ver cómo crecen las paredes de la recámara a tu alrededor.

La última semana de julio, digo, con el calor, en una Inglaterra valientemente calurosa y la España de siempre, resultó que estuve leyendo tres libros a la vez (cómo son las cosas) que yo pensaba que no tendrían nada que ver entre sí ni conmigo y que, sin embargo, resultaron tratar sobre muchas cosas pero, esencialmente, sobre mí. Esto, que yo pienso muy a menudo (porque suelo ir tirando para casa según leo), no suelo reconocerlo en público (porque el egocentrismo está mal visto), pero estamos en verano y hoy ando atrapada en una habitación sin aire acondicionado en el centro de Madrid. Y voy a hablar de mí. 

Digo que leí, por motivos bien dispares, tres libros durante esa última semana. El genuino sabor de Mercedes Cebrián, La familia de mi padre de Lolita Bosch, y Los huérfanos de Jorge Carrión—este último casi de extranjis, de regalo; no sale hasta septiembre, creo, pero no importa, porque esto no es reseña, sino teaser y tampoco este texto va realmente de libros sino de mí. A Bosch y a Carrión los leía con ese fin tan dudoso de lo utilitario que tenemos los académicos, a Cebrián porque siento que leerla a ella es como leer a todas las amigas españolas que he ido recolectando desde que vivo fuera de España, y esto es volver a casa, a un territorio sobre todo de verano. Y más este libro suyo nuevo, en el que me reconozco la obsesión tan española, que no se marcha al marcharte fuera, de apagar todas la luces de la casa y todo grifo abierto que pillo, un poco por miedo a la sequía y un poco por no gastar. Compré El genuino sabor a principios de mes, y se lo llevé a Inglaterra a mi madre, e inevitablemente terminé volviéndolo a leer para reírme con ella cuando ella lo hacía, ¿qué, mamá? ¿por dónde va Almudena ahora?

Leyendo a Bosch, que releo porque ya va siendo hora de escribir sobre esta mujer que tanto disfruto, pienso en que La familia de mi padre es, sobre todo eso, la familia de su padre, pero que ese su va cargadito de yo, y que ese yo al que se refiere ella, también me lleva a mí a pensar en el mío y me lleva a decirle a mi padre: I am not sure what I really think about this book, but I feel that if I ever were to write a book like this, I would like to do it just like this. A lo que mi padre me responde que claro, pero que no soy escritora, así que qué.

Y esto se lo digo sentados los dos en el salón leyendo en casa de mi abuela en el condado de Lancashire, mientras dejo un ratito a Bosch para terminar Los huérfanos de Carrión, porque aunque estoy pensando en mi familia, no dejo de pensar en ese Marcelo suyo. Y leo, y pienso en que qué de mí tendrá ese yo y termino el libro y decido escribir un email sobre mis huérfanos, que son los de Jordi, pero que son, claro, los de la familia de mi padre también. Y en ese email contaba cosas que tienen que ver con mi mitad española y mi mitad británica. Y con mi bisabuelo y con mi apellido alemán. Y creo que contaba algo de que mi abuelo, en vez de ser relojero, trabajó en una central nuclear. Y que él sí, sí nació en Inglaterra, en un pueblo del norte. Lo bautizaron como Christopher. También contaba que su hijo, mi padre, dejó el Reino Unido para vivir en España, y hace poco me contó que cuando se fue se prometió no volver hasta que Margaret Thatcher dejara el gobierno. Y no volvió, pero no por motivos políticos, sino porque conoció a una extremeña que como él acababa de llegar a Madrid.

Yo me marché a Estados Unidos y casi una década después voy a casarme con un norteamericano de madre canadiense (de la parte en la que todavía hablan francés) y si tengo hijos probablemente serán californianos. Lo más curioso de todo es que él, B., también lleva el Christopher en el middle name y tiene también apellido alemán. Resulta que el padre de su padre también dejó Alemania a principios del siglo pasado para irse a trabajar a una granja en Oregón. Crió a sus hijos como granjeros norteamericanos, y perdió una mano cercenada por un tractor. Todo esto lo cuento en un email, que era un poco como construir una habitación. Y me doy cuenta mientras leo Los huérfanos de Carrión, y lo cuento en ese email donde digo que todo vuelve (como en la reanimación histórica de su libro, por cierto) y que yo vuelvo inevitablemente al  “Christopher” que engendró a mi padre y al apellido alemán.


Y esta entrada de blog que empecé a escribir en un cuarto, de noche, en la casa de mis padres, la releo y corrijo ahora en un avión de vuelta a California y pienso que aunque yo no sea escritora, y este sea un texto que más que sobre leer o escribir trate sobre mí, qué buena cosa es esa de no ser escritora, y que qué necesario a veces resulta encerrarse y escribir.

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Relación con Bosch y Cebrián, ninguna. A Carrión lo llevo estudiando años ya y hemos coincidido en distintas partes del mundo.