Yo no soy escritora
y así
a veces que veo que quiero escribir necesito
leer algo que me permita entrar en esa habitación en la que leí una vez que
vivían los escritores. Un empujón que me invite a entrar y hacer eso que leí
una vez que Rivera Garza dijo que hacían los escritores que era crear una habitación.
Y aunque no soy escritora, encuentro—más y más, unas veces más que otras—cosas que leo que
inevitablemente me empujan hacia esa habitación en la que leí una vez que
vivían los escritores.
Y este verano que ya casi se termina, pero aún
no, he leído mucho.
Libros reservados para el calor ese de volver
a Madrid y dormir sobre las sábanas sin tapar más que los pies con la ventana
abierta al patio interior escuchando a los vecinos que son las dos y aun no
duermen, y creo que les escucho hacer la cena, tan tarde, fríen algo porque chisporrotea el aceite; libros que leer sin
necesidad de bolígrafo en mano (que, qué mentira, eso no ocurre jamás); o
libros regalados (los mejores). Muchos libros y leerlos todos entre ratos, en
los mismos ratos, sin orden, con prisa a veces, otras no.
La lectura simultánea de textos no planeados
es algo maravilloso, una serendipity que se fuerza a veces, otras no, y hace
que una teja—o por fin descubra—parte de esos lazos que inevitablemente unen
todos los textos con las fibras de una misma. No se trata ya de entrar en la
habitación, ni siquiera de crear cimientos; leer en verano, en trenes, en
aviones, en camas de paso, en camas que antes fueron tuyas, con bebés en el
regazo que tomas prestados para aliviar el peso a un amigo, con urgencia para
devolverlo antes de que termine el viaje (el libro, no el bebé, que también),
es sentarse al sol, en el medio de la sala, y ver cómo crecen las paredes de la
recámara a tu alrededor.
La última semana de julio, digo, con el calor, en una Inglaterra valientemente calurosa y la España de siempre, resultó que estuve
leyendo tres libros a la vez (cómo son las cosas) que yo pensaba que no
tendrían nada que ver entre sí ni conmigo y que, sin embargo, resultaron tratar sobre muchas cosas pero,
esencialmente, sobre mí. Esto, que yo pienso muy a menudo (porque suelo ir
tirando para casa según leo), no suelo reconocerlo en público (porque el egocentrismo está mal visto), pero estamos en
verano y hoy ando atrapada en una habitación sin aire acondicionado en el centro
de Madrid. Y voy a hablar de mí.
Digo que leí, por motivos bien dispares, tres
libros durante esa última semana. El
genuino sabor de Mercedes Cebrián, La
familia de mi padre de Lolita Bosch, y Los
huérfanos de Jorge Carrión—este último casi de extranjis, de regalo; no sale hasta septiembre, creo, pero no importa, porque esto no es reseña,
sino teaser y tampoco este texto va realmente de libros sino de mí. A Bosch y a
Carrión los leía con ese fin tan dudoso de lo utilitario que tenemos los
académicos, a Cebrián porque siento que leerla a ella es como
leer a todas las amigas españolas que he ido recolectando desde que vivo fuera
de España, y esto es volver a casa, a un territorio sobre todo de verano. Y más
este libro suyo nuevo, en el que me reconozco la obsesión tan española, que no
se marcha al marcharte fuera, de apagar todas la luces de la casa y todo grifo
abierto que pillo, un poco por miedo a la sequía y un poco por no gastar. Compré El genuino sabor a principios de mes, y se lo llevé a Inglaterra a mi madre, e inevitablemente terminé volviéndolo a leer para reírme con ella cuando ella lo hacía, ¿qué, mamá? ¿por dónde va Almudena ahora?
Leyendo a Bosch, que releo porque ya va siendo
hora de escribir sobre esta mujer que tanto disfruto, pienso en que La familia de mi padre es, sobre todo
eso, la familia de su padre, pero que ese su
va cargadito de yo, y que ese yo al que se refiere ella, también me
lleva a mí a pensar en el mío y me lleva a decirle a mi padre: I am not sure
what I really think about this book, but I feel that if I ever were to write a
book like this, I would like to do it just like this. A lo que mi padre me
responde que claro, pero que no soy escritora, así que qué.
Y esto se lo digo sentados los dos en el salón
leyendo en casa de mi abuela en el condado de Lancashire, mientras dejo un
ratito a Bosch para terminar Los
huérfanos de Carrión, porque aunque estoy pensando en mi familia, no dejo
de pensar en ese Marcelo suyo. Y leo, y pienso en que qué de mí tendrá ese yo y termino el libro y decido escribir
un email sobre mis huérfanos, que son los de Jordi, pero que son, claro, los de
la familia de mi padre también. Y en ese email contaba cosas que tienen que ver
con mi mitad española y mi mitad británica. Y con mi bisabuelo y con mi
apellido alemán. Y creo que contaba algo de que mi abuelo, en vez de ser
relojero, trabajó en una central nuclear. Y que él sí, sí nació en Inglaterra,
en un pueblo del norte. Lo bautizaron como Christopher. También contaba que su hijo, mi padre, dejó el Reino Unido para vivir en
España, y hace poco me contó que cuando se fue se prometió no volver hasta que
Margaret Thatcher dejara el gobierno. Y no volvió, pero no por motivos
políticos, sino porque conoció a una extremeña que como él acababa de llegar a
Madrid.
Yo me marché a Estados Unidos y casi una
década después voy a casarme con un norteamericano de madre canadiense (de la
parte en la que todavía hablan francés) y si tengo hijos probablemente serán californianos. Lo más curioso de todo es que él, B., también lleva el
Christopher en el middle name y tiene
también apellido alemán. Resulta que el padre de su padre también dejó Alemania
a principios del siglo pasado para irse a trabajar a una granja en Oregón. Crió
a sus hijos como granjeros norteamericanos, y perdió una mano cercenada por un
tractor. Todo esto lo cuento en un email, que era un poco como construir una
habitación. Y me doy cuenta mientras leo Los
huérfanos de Carrión, y lo cuento en ese email donde digo que todo vuelve
(como en la reanimación histórica de su libro, por cierto) y que yo vuelvo
inevitablemente al “Christopher” que
engendró a mi padre y al apellido alemán.
Y esta entrada de blog que empecé a escribir en un cuarto, de
noche, en la casa de mis padres, la releo y corrijo ahora en un avión de vuelta a
California y pienso que aunque yo no sea escritora, y este sea un texto que
más que sobre leer o escribir trate sobre mí, qué buena cosa es esa de no ser
escritora, y que qué necesario a veces resulta encerrarse y escribir.
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Relación con Bosch y Cebrián, ninguna. A Carrión lo llevo estudiando años ya y hemos coincidido en distintas partes del mundo.
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Relación con Bosch y Cebrián, ninguna. A Carrión lo llevo estudiando años ya y hemos coincidido en distintas partes del mundo.