Today. August still.
Class starts tomorrow.
End of summer. Fall
Begins.
And I am teaching two undergraduate courses on different, yet deeply interconnected topics.
And I feel fortunate because I get to experience the connection firsthand, make the connection happen.
At 9:30 am, UC Berkeley students and I will be exploring the broad cultural production of the Spanish transition to democracy after the death of dictator Francisco Franco in 1975. Apart from reading now canonized works like El cuarto de atrás by Carmen Martín Gaite, we will be watching Zulueta's Arrebato and reading Leopoldo María Panero's 1970-1985 poetry. We'll listen to Kaka de Luxe and we will compare Haro Ibar's poetry to García Montero's Diario cómplice, among many other texts, music, and films. I can't believe I actually get to listen to Glutamato Ye-Yé and call it work (which it is, and hard work, also).
In the afternoon, history advances. I am teaching a course on Spanish technoculture, focusing on the impact of the digital revolution in Spanish literature. This is an adaptation from a graduate seminar I taught last semester, where we read work done by Agustín Fernández Mallo, Jorge Carrión, Javier Fernández and Vicente Luis Mora. This undergraduate class, however, won't focus only on the so called Mutante writers, but moves beyond print to look at born-digital electronic literature. Since talking about Spain in the Web seems unnecessarily reductionist (if not virtually impossible, and pretty much unfruitful) we'll be looking at a range of pieces created by writers and artists from Argentina, Perú, Venezuela... and evidently Spain (because I am a Peninsularist after all).
Summer ends.
Y hay un hombre en mi nevera.
A
Wednesday, August 27, 2014
Wednesday, August 13, 2014
Dos libros más de un verano que ya casi no, pero todavía sí (Isabel Cadenas Cañón y Vicente Luis Mora)
El
verano se termina y me siento atrapada en esa sombra de lo que ya no. E invoco,
sin quererlo, más de esas lecturas fortuitas que de nuevo se me revelan como inesperadamente
complementarias. Hoy, que está nublado, se suman ambas en la descripción de una
ausencia que como ese verano—que ya casi no, en una escueta semana no, pero—todavía sí.
Hace al
menos tres meses que leí También eso era
el verano de Isabel Cadenas Cañón y he necesitado el calor de agosto y un
viaje transatlántico para poder darme cuenta de que sí, de que eso,
efectivamente, también era el verano. Y ahora más. La primera vez que leí el
poemario de la joven poeta terminaba la primavera, claro. E Isabel me compartió
el texto antes de que estuviera publicado, me lo mandó por email. Empecé a leer
y de la vergüenza tuve que dejarlo. Ese entrar por lo digital a un texto que
evidentemente necesitaba de ser libro me hizo sentir como una intrusa, medio
hacker. Fuera. Un poemario de materialidad tan cuidada que al leerlo desde el
email me hizo sentir inoportuna, medio sucia, medio voyeur. Volví a casa a
imprimirlo y con más cuidado, lo leí como el libro que era, en papel. Así se lo
dije e Isabel, y rauda y certera como es, me dijo: chacha, imprímelo como
booklet, si no, no.
Lo
hice, y mejor.
Pero
todavía no.
¿Cómo
leer un libro que es en realidad un álbum fotográfico si no así? ¿Cómo leer el
poema ecfrásico de aquellas fotos de verano si no así? Como booklet, bueno,
pero incluso no.
Meses
después me llegó el libro final a casa, empaquetado. Un álbum impreso. Eso es. Así
sí. Cada página era por fin el reverso de aquel álbum de infancia y de verano;
cada página reproduce una página de vida que ahora funciona por inversión. No
hay imágenes, sólo texto. Las fotografías reveladas como la ausencia que
siempre son, como huecos en el texto que ahora las abraza y comenta: enmarcando
aquello que para la autora fue y que en la escritura controla al tomar posesión
del tiempo y orden de lectura, pero que ya no. Hojas de verano, de pasado, de
amor hacia una madre que todavía sí pero ya no, y la descripción de ese mundo
inabarcable que existía cuando las fotografías se revelaban movidas, o con un
dedo ensombreciendo la esquina izquierda. Un libro sobre lo que ya no, casi
como la misma existencia de esas fotos impresas y esos álbumes que teníamos
todos los nacidos en los 80 donde la vida se contaba en 20 o 30 imágenes. Más
no.
Miro
atrás y pienso en que yo también puedo contar mi infancia en dos álbumes de
fotos, uno de tapas verdes, otro azul. Más no. Y como el texto de Cadenas, el
pasado está fuera de encuadre, cada página encapsula ese momento que es irrepetible,
que no puede editarse cambiando filtros ni encuadres, porque no es una imagen
digital. “Hoy ya no hay sombras en las fotos,” reza el texto recordándonos la
manipulación que existe hoy tras cada imagen digital—tras cada intento de
controlar la memoria—y También eso era el
verano es su recuerdo irrecuperable, ensombrecido, pero que ya no. La
ausencia como motivo generador de lo que ya no.
Me
acordé de este libro hermoso de Isabel la semana pasada según leía otro de esos
libros regalo de verano en un vagón de tren—yo soy muy de tren y sólo lo cojo
en España, qué le vamos a hacer. Barato no es. Volvía de entrevistar a Javier
Fernández y a Vicente Luis Mora, y Vicente, por fin, encontró uno de esos ¿a
que éste no lo tienes? Y mira, pues no. Leí Autobiografía
(novela de terror) de un tirón en la hora y tres cuartos que separan Madrid
de Córdoba en Ave y nada más abrirlo pensé, pues sí, también esto es el verano,
leer poemario ecfrásico así, leer álbum impreso, leerse a uno y contarse a los
demás, así, en verano. Describir lo que ya no. Y en el caso de Autobiografía contarse como adolescente,
hastiado y aburrido como solían ser los veranos. Ese libro viejo, obra temprana
de Vicente huele, inevitablemente, a calor, a desidia y a mucha juventud. A la
genuina pose del adolescente que enmarca la impostación de lo que debería haber
sido, de lo que quería ser. Un texto cuyos poemas también describen fotografías
de una vida que ya no. Un texto distinto a los que hoy firma el escritor, sin
duda, pero que a mí me sigue pareciendo hermoso como muestra de lo que todavía
sí, pero ya no.
Friday, August 8, 2014
Tres libros de este verano y así (Cebrián, Bosch, y Carrión)
Yo no soy escritora
y así
a veces que veo que quiero escribir necesito
leer algo que me permita entrar en esa habitación en la que leí una vez que
vivían los escritores. Un empujón que me invite a entrar y hacer eso que leí
una vez que Rivera Garza dijo que hacían los escritores que era crear una habitación.
Y aunque no soy escritora, encuentro—más y más, unas veces más que otras—cosas que leo que
inevitablemente me empujan hacia esa habitación en la que leí una vez que
vivían los escritores.
Y este verano que ya casi se termina, pero aún
no, he leído mucho.
Libros reservados para el calor ese de volver
a Madrid y dormir sobre las sábanas sin tapar más que los pies con la ventana
abierta al patio interior escuchando a los vecinos que son las dos y aun no
duermen, y creo que les escucho hacer la cena, tan tarde, fríen algo porque chisporrotea el aceite; libros que leer sin
necesidad de bolígrafo en mano (que, qué mentira, eso no ocurre jamás); o
libros regalados (los mejores). Muchos libros y leerlos todos entre ratos, en
los mismos ratos, sin orden, con prisa a veces, otras no.
La lectura simultánea de textos no planeados
es algo maravilloso, una serendipity que se fuerza a veces, otras no, y hace
que una teja—o por fin descubra—parte de esos lazos que inevitablemente unen
todos los textos con las fibras de una misma. No se trata ya de entrar en la
habitación, ni siquiera de crear cimientos; leer en verano, en trenes, en
aviones, en camas de paso, en camas que antes fueron tuyas, con bebés en el
regazo que tomas prestados para aliviar el peso a un amigo, con urgencia para
devolverlo antes de que termine el viaje (el libro, no el bebé, que también),
es sentarse al sol, en el medio de la sala, y ver cómo crecen las paredes de la
recámara a tu alrededor.
La última semana de julio, digo, con el calor, en una Inglaterra valientemente calurosa y la España de siempre, resultó que estuve
leyendo tres libros a la vez (cómo son las cosas) que yo pensaba que no
tendrían nada que ver entre sí ni conmigo y que, sin embargo, resultaron tratar sobre muchas cosas pero,
esencialmente, sobre mí. Esto, que yo pienso muy a menudo (porque suelo ir
tirando para casa según leo), no suelo reconocerlo en público (porque el egocentrismo está mal visto), pero estamos en
verano y hoy ando atrapada en una habitación sin aire acondicionado en el centro
de Madrid. Y voy a hablar de mí.
Digo que leí, por motivos bien dispares, tres
libros durante esa última semana. El
genuino sabor de Mercedes Cebrián, La
familia de mi padre de Lolita Bosch, y Los
huérfanos de Jorge Carrión—este último casi de extranjis, de regalo; no sale hasta septiembre, creo, pero no importa, porque esto no es reseña,
sino teaser y tampoco este texto va realmente de libros sino de mí. A Bosch y a
Carrión los leía con ese fin tan dudoso de lo utilitario que tenemos los
académicos, a Cebrián porque siento que leerla a ella es como
leer a todas las amigas españolas que he ido recolectando desde que vivo fuera
de España, y esto es volver a casa, a un territorio sobre todo de verano. Y más
este libro suyo nuevo, en el que me reconozco la obsesión tan española, que no
se marcha al marcharte fuera, de apagar todas la luces de la casa y todo grifo
abierto que pillo, un poco por miedo a la sequía y un poco por no gastar. Compré El genuino sabor a principios de mes, y se lo llevé a Inglaterra a mi madre, e inevitablemente terminé volviéndolo a leer para reírme con ella cuando ella lo hacía, ¿qué, mamá? ¿por dónde va Almudena ahora?
Leyendo a Bosch, que releo porque ya va siendo
hora de escribir sobre esta mujer que tanto disfruto, pienso en que La familia de mi padre es, sobre todo
eso, la familia de su padre, pero que ese su
va cargadito de yo, y que ese yo al que se refiere ella, también me
lleva a mí a pensar en el mío y me lleva a decirle a mi padre: I am not sure
what I really think about this book, but I feel that if I ever were to write a
book like this, I would like to do it just like this. A lo que mi padre me
responde que claro, pero que no soy escritora, así que qué.
Y esto se lo digo sentados los dos en el salón
leyendo en casa de mi abuela en el condado de Lancashire, mientras dejo un
ratito a Bosch para terminar Los
huérfanos de Carrión, porque aunque estoy pensando en mi familia, no dejo
de pensar en ese Marcelo suyo. Y leo, y pienso en que qué de mí tendrá ese yo y termino el libro y decido escribir
un email sobre mis huérfanos, que son los de Jordi, pero que son, claro, los de
la familia de mi padre también. Y en ese email contaba cosas que tienen que ver
con mi mitad española y mi mitad británica. Y con mi bisabuelo y con mi
apellido alemán. Y creo que contaba algo de que mi abuelo, en vez de ser
relojero, trabajó en una central nuclear. Y que él sí, sí nació en Inglaterra,
en un pueblo del norte. Lo bautizaron como Christopher. También contaba que su hijo, mi padre, dejó el Reino Unido para vivir en
España, y hace poco me contó que cuando se fue se prometió no volver hasta que
Margaret Thatcher dejara el gobierno. Y no volvió, pero no por motivos
políticos, sino porque conoció a una extremeña que como él acababa de llegar a
Madrid.
Yo me marché a Estados Unidos y casi una
década después voy a casarme con un norteamericano de madre canadiense (de la
parte en la que todavía hablan francés) y si tengo hijos probablemente serán californianos. Lo más curioso de todo es que él, B., también lleva el
Christopher en el middle name y tiene
también apellido alemán. Resulta que el padre de su padre también dejó Alemania
a principios del siglo pasado para irse a trabajar a una granja en Oregón. Crió
a sus hijos como granjeros norteamericanos, y perdió una mano cercenada por un
tractor. Todo esto lo cuento en un email, que era un poco como construir una
habitación. Y me doy cuenta mientras leo Los
huérfanos de Carrión, y lo cuento en ese email donde digo que todo vuelve
(como en la reanimación histórica de su libro, por cierto) y que yo vuelvo
inevitablemente al “Christopher” que
engendró a mi padre y al apellido alemán.
Y esta entrada de blog que empecé a escribir en un cuarto, de
noche, en la casa de mis padres, la releo y corrijo ahora en un avión de vuelta a
California y pienso que aunque yo no sea escritora, y este sea un texto que
más que sobre leer o escribir trate sobre mí, qué buena cosa es esa de no ser
escritora, y que qué necesario a veces resulta encerrarse y escribir.
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Relación con Bosch y Cebrián, ninguna. A Carrión lo llevo estudiando años ya y hemos coincidido en distintas partes del mundo.
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Relación con Bosch y Cebrián, ninguna. A Carrión lo llevo estudiando años ya y hemos coincidido en distintas partes del mundo.
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